La alegría de ser católico III
Inesperadamente, las palabras de mi última columna causaron algo de revuelo, lo cual me despertó algunas inquietudes en torno al diálogo generado, a la Iglesia que somos y la que queremos construir, y, más importante aún, a la forma en que llevamos esa misión a cabo.
La propuesta para encarnar el Evangelio en nuestras vidas cotidianas es plural, y contamos con la gracia de tener una “diversidad de carismas” que constantemente nos van alentando hacia dónde apuntar la proa de este gran barco. Sin embargo, en cuanto tenemos distintas visiones, diversas opiniones formulamos y, así también, de diferentes maneras las comunicamos.
A lo largo de los comentarios a mi anterior opinión -algunos adhiriendo y otros rechazándola- me inquietó mucho el modo en que dialogamos. Podemos tener opiniones distintas -gracias a Dios es así -, sin embargo, la forma cómo las expresamos, y los ánimos con que las enunciamos generan un importante matiz que provoca diversos efectos. ¿Atacar a una u otra persona, criticar a una congregación religiosa, o desacreditar a ciertos carismas en pos de otros, es la manera como Cristo desea que dialoguemos?
No lo digo exclusivamente en razón de los comentarios que surgieron a propósito de mi columna en Territorio Abierto, sino también por otros dichos que aparecieron en distintas páginas de opinión en medios católicos, a raíz de ésta. Somos llamados a dejar que el Espíritu actúe, y, a momentos, eso puede generar roces, como también ocurrió en las primeras comunidades cristianas; sin embargo, no nos ayuda abandonarnos a fariseísmos que nos convierten en depositarios absolutos de “la verdad”, de la cual -por el contrario- todos formamos parte, y de a poco vamos construyendo y “revelando”, en cuanto miembros de la Iglesia.
Quisiera que la pregunta antes dicha ilumine el modo en que todos nos comunicamos, incluyéndome en ello, para así no distraernos de nuestro objetivo fundamental: “buscar el Reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33).
La convocatoria a reuniones masivas es un tema totalmente abierto, y la opinión en torno a éstas emana de nuestras propias experiencias personales de religiosidad y de la manifestación externa que hacemos de ésta. Sin embargo, no podemos negar que ya contamos con una gran cantidad de expresiones públicas que dan cuenta de nuestra fe, y que son reconocidas por muchos, como por ejemplo, los feriados religiosos. ¿Por qué no potenciar esas instancias propuestas por la liturgia de la Iglesia para llevar a cabo una manifestación de alegría?
Tenemos una tradición de dos mil años de “cómo celebrar la vida en Dios”, tradición que desgraciadamente poco conocemos y que limitamos exclusivamente a la celebración de la eucaristía, en la mayoría de los casos. Y en ese sentido, también es necesario darnos un poco de espacio entre una y otra celebración para decantar lo vivido y discernir el contexto en que nos encontramos.
Con todo esto, no me opongo a una gran expresión de fe y alegría; de hecho, soy testigo del inmenso bien que ello genera en algunas personas, brindándoles una esperanza renovada, al sentirse parte de un Pueblo de Dios congregado por un objetivo común.
Sin embargo, en contraste con esta energía positiva, constructiva e inclusiva, resulta casi una ironía para quienes ven esta situación desde fuera, que celebremos la alegría de ser católico e invirtamos muchas fuerzas en ello, cuando nuestro mismo proceder como Iglesia ha dejado a momentos un reguero de miseria y exclusión.
Pongámonos en los ojos del leproso, de la samaritana, de la hemorroísa y de tantos otros a quienes Jesús “reintegró” a la alegría, y no los miró con indiferencia o descuido. Difícilmente podremos sentir esta misión como importante y prioritaria, si constantemente retroalimentamos nuestra alegría en nosotros mismos y no hacemos que ella se convierta en una de las alegría que creo experimentó Jesús, haciendo que otros tengan vida, y la tengan en abundancia.
No se trata de vivir constantemente mortificados porque las situaciones de dolor no cesan, pues si es así, nunca podremos celebrar nuestra esperanza. Pero pongamos las cosas en una balanza de prioridades, de acuerdo a la misma fe que nos une, dentro del contexto que como sociedad y país nos toca vivir, y que -dicho sea de paso-, nos exige mucho, y hagámonos la pregunta ¿Responde nuestro proceder como Iglesia a lo que nos propone el Evangelio en estos momentos?
* Javier es ex alumno del Instituto Alonso de Ercilla, y actualmente estudia derecho en la P. Universidad Católica de Chile.